13-4-2021
A sus 37 años, se ha convertido en la primera chef mexicana en recibir una estrella Michelin, gracias a su trabajo al frente de la que se considera una de las cocinas más innovadoras del panorama italiano en este momento, Gucci Osteria, un restaurante lanzado en Florencia por Massimo Bottura en colaboración con la firma de moda. Pero hasta aterrizar en Florencia, Karime López ha ido construyendo una intensa biografía llena de meandros en la que siempre ha dejado una puerta abierta para que la realidad le desbarate los planes y la lleve a un lugar imprevisto en el que continuar su búsqueda de un cierto tipo de pasión por la cocina que experimentó por primera vez en Sant Celoni, bajo la tutela de su mentor, Santi Santamaría. Creció en México dentro de una familia en la que había restaurantes, y aunque en un principio quiso dedicarse al arte, su verdadera vocación no tardó en dejarse ver y en cambiarle la vida…
O sea que te mudaste a París para estudiar arte, pero al final lo abandonaste todo por la cocina. ¿Qué ocurrió?
Tenía 18 años y sufrí un choque cultural. Yo venía de Querétaro, que entonces era un pueblecito, y hasta entonces no había salido ni a la vuelta de la esquina de mi casa. No hablaba francés, no podía expresarme bien, me inscribí en algunos cursos relacionados con el arte, pero estaba bastante confusa. Además, los latinos tenemos otra forma de acoger a la gente y allí me sentía un poco como un perro moribundo. Por otra parte, vivía en el Barrio Latino, donde había todas aquellas pastelerías y restaurantes… Era otro nivel, con esas decoraciones y esa forma de venderte las cosas. Empecé a pensar que yo quería hacer eso. Me gustaba la parte creativa que tenía… y además soy “de buen diente”. Dejé por un tiempo la escuela, mi familia se dio cuenta, me quitaron el dinero y me tuve que poner a trabajar en lo que salía, recogiendo tickets en un cine, ayudando en una panadería de madrugada… Cuando terminé el año en París, decidí que quería quedarme en Europa y seguir viendo cosas, pero mejor en mi idioma.
Así que te embarcas para Sevilla…
Encontré una escuela de cocina por casualidad, a través de un amigo sevillano de la familia. Y allí todo fue increíble, la escuela me dio una estructura que en París no tenía y me encarrilé un poco. Desde luego, fue duro descubrir cuál es la realidad del trabajo en una cocina, pero eso nos pasa a todos y yo estaba tan feliz. Estuve allí tres años y no tengo ningún mal recuerdo.
Y en el último año, tomas la decisión que lo cambia todo, trabajar en Sant Celoni con Santi Santamaría.
Cada verano me iba a un sitio a hacer prácticas, lo que me hacía feliz porque conocía otros lugares, y además no tenía dinero para irme de vacaciones. Las primeras prácticas, en un hotel del Ampurdà, fueron otro golpe de realidad y aprendí un montón. El segundo año fui al restaurante del Kursaal de San Sebastián y el tercero tenía dudas. Un chico de mi clase había estado dos meses en el Racò de Can Fabes. Se oían muchos mitos y leyendas acerca de este sitio. Cuando le dije a mi amigo que quería ir me dijo que estaba loca, que era muy duro y no lo iba a aguantar. Pero una de las cosas que me atraían era que me daban la casa y además me pagaban, cosa que nunca me había ocurrido. No tenía dinero y seguro que iba a aprender. Y fue una buena decisión, porque fue la experiencia más increíble que he tenido en mi vida.
¿Qué lo hizo tan especial?
En aquel entonces Santi tenía mucha fama, estaba en todas partes, pero en la cocina no éramos 5.000, sino diez u once como mucho… Teníamos que correr como locos y te daban mucha responsabilidad desde el primer día. Las primeras semanas me dije “¡Pero qué es esto! ¡Con razón me pagan, me voy a morir!”. Pero fue allí donde lo aprendí todo y me volví muy disciplinada. Además, si no rendías, te abrían la puerta, porque había mucha gente que quería estar allí. En Can Fabes éramos pocos, pero muy apasionados. No en todos los lugares te encuentras esa clase de pasión, que allí se vivía cada día en la cocina. Estoy segura de que si no hubiera empezado en una cocina como la de Santi, mi camino habría sido muy diferente. Can Fabes fue el baremo por el que iba a medir todo a partir de entonces. Amé y seguiré amando toda mi vida ese lugar, aunque ya no exista.
Y, sin embargo, te marchaste.
Quería aprender algo de la cocina moderna. Nos habían enseñado algo en la escuela, no mucho. Y Santi de moderno tenía poco. Le dije que me quería ir a Mugaritz… y nunca olvidaré su grito: “¡Cómo te atreves! ¡Si quieres te mando a Ducasse o a Robuchon!”. Era un hombre muy generoso, siempre nos estaba dando cosas, incluso una vez me regaló por Navidad el pasaje para volver a México, que se había puesto muy caro. Pero me dijo que si me iba a Mugaritz, no me ayudaría. De todas maneras, me presenté en Mugaritz con mi currículum y me aceptaron para hacer prácticas durante tres meses. Era muy diferente, estaba aprendiendo mucho y me quería quedar, pero se me estaba acabando el dinero y así se lo dije a Santi. “Vale, cuando quieras regresar, me avisas”, me respondió. Pero una semana después, Martxel Arozena, entonces en Mugaritz, me dijo que les gustaba cómo trabajaba y que me iban a pagar, porque, además, estaba recomendada. “¿Por quién?”, le pregunté. “Por Santi”. Fue la cosa más linda del mundo. Aquello estaba fuera de sus principios culinarios, y aun así me ayudó.
Siguiente etapa, de vuelta a México.
En el año que pasé en Mugaritz conocí a Enrique Olvera. Durante unas vacaciones en México le envíe mi currículum y estuve un año trabajando en Pujol con él. Pero no me adapté a la ciudad. Después de casi seis años en España, donde podía ir a todas partes sin problemas, volví a tener miedo de salir sola a la calle, especialmente cuando acababa tarde de trabajar. Aquello me sacó de onda y además necesitaba hacer dinero, así que me fui un año a Estados Unidos a trabajar para una empresa enorme con muchos restaurantes donde ayudaba a estandarizar recetas y llevar su control de calidad. Allí aprendí a manejar volumen de productos, porque en otros restaurantes encargabas tres kilos de algo, pero aquí comprabas los tomates o los limones por camiones. La paga y los horarios estaban muy bien, pero no era lo mío, no encontré esa pasión. Me sirvió para ahorrar dinero y poder seguir viajando y aprender en otros lugares.
De Japón a Italia, pasando por Perú
Siempre con la puerta abierta a lo inesperado, Karime regresó a México, donde estuvo haciendo postres durante un año para los restaurantes de su familia mientras esperaba que alguno de los restaurantes a los que había enviado su currículum le respondiese. La espera fue larga, pero finalmente recibió un email desde Tokio, y aunque en su casa le sugirieron que quizá estaba loca.
Pero no te lo pensaste dos veces...
Lo dejé todo, lo vendí todo y me marché. Había conocido a Seiji Yamamoto también en Mugaritz y ahora tenía la oportunidad de aprender en RyuGin. Fue un nuevo golpe de realidad. Había retos muy duros cada día, física y mentalmente. No entendía el idioma, había productos que no sabía utilizar, estaba la cuestión de la jerarquía, no se podía hablar ni hacer un ruido, y además vivía en un “hueco”, porque todo era carísimo y me gasté todos mis ahorros. Pero terminé adaptándome muy deprisa y amando aquel lugar. La cocina era diminuta y apenas había sitio para pasar, los horarios eran terroríficos, los peores que he tenido en mi vida… pero de nuevo encontré aquella misma pasión que había en Can Fabes. Y, viviendo en una cultura tan distinta, todos los días aprendía algo nuevo, siempre había sorpresas. Tras las prácticas quise quedarme y me contaron que querían hacer algo en Hong Kong y en Taiwán. Mientras ese tema se resolvía, me fui de vacaciones por Sudamérica.
Pero nunca regresaste y, en lugar de eso, terminaste trabajando en Central. Turno para Perú.
Estando en Bolivia, me llamaron dos ex compañeros de Can Fabes que habían empezado un proyecto en Singapur y que iban a hacer una cena con Virgilio Martínez en Lima. Me pagaron el viaje, hicimos dos cenas y conocí a Virgilio. Yo le dije que quería volver a Asia, pero que llevaba ya un año esperando, y me comentó que tenía un proyecto en Cuzco y necesitaba a alguien. Era un trabajo para tres meses… que se convirtieron en cinco años. Después de abrir el hotel en Cuzco, trabajé con él en Lima haciendo nuevos platos, ayudándole en la creatividad y a mejorar las cosas en la cocina, recuperando ingredientes, técnicas y recetas indígenas. Ni regalado aprendes tanto en tan poco tiempo. En aquellos años Central empezó a hacerse famoso y viajábamos por todo el mundo. En uno de esos viajes, en Nueva York, conocí al que se iba a convertir en mi marido, Taka Kondo, que era el sous-chef en Osteria Francescana, en Módena. Durante un tiempo mantuvimos la relación a distancia, pero finalmente decidimos que alguien tenía que mudarse.
Así que te vas a Italia y vuelves a empezar desde cero…
Después de tantos viajes necesitaba descansar. Dediqué dos meses a conocer la ciudad, a encontrar casa, a estudiar italiano… No quería sufrir otra vez por no poder comunicarme. La esposa de Massimo Bottura, Lara, me ofreció colaborar en el libro El pan es oro, que recogía recetas de chefs de todo el mundo para el Reffetorio de Milán, porque sabía que yo había trabajado en los dos últimos libros de Virgilio, donde aprendí sobre este tema. Durante cuatro meses estuve editando las recetas y trabajando en el food styling, lo que me sirvió mucho para asociar los ingredientes a su nombre en italiano y a ver cómo se trabajaba aquí. Y también para darme cuenta de que lo mío no era estar sentada frente a una computadora, así que empecé a buscar trabajo en cocina y me ofrecieron irme al Basque Culinary Center, pero entonces Massimo Bottura se enteró de que buscaba trabajo y preguntó por qué no se lo había dicho.
¿Y por qué?
No quería trabajar con Taka. Y en la Osteria Francescana el que podría ser mi puesto era precisamente el suyo. Entonces Massimo me habló de un proyecto que tenía con Gucci y quería que yo me encargase de él. Me pareció muy raro, me sonaba un poco frívolo, no terminaba de entenderlo. Pero Massimo me lo explicó a su estilo, con esa pasión, braceando, saltando, actuando… Hubo una reunión con Marco Bizarri, CEO de Gucci y pilar de este proyecto, y finalmente me convencieron, diciéndome lo que quería oír: “¿qué es lo que ofreces?”. Al principio el concepto era el de un bistrot con buen producto y mucha calidad. Me gustaba la idea, pero quería darle un valor añadido artístico, basado en la experiencia y en contar un poco lo que estábamos viviendo en esa cocina.
¿Cómo describirías el trabajo que estáis llevando a cabo?
Al final tiene que ver con lo que ha sido Florencia durante muchos años, un lugar de reencuentro de culturas, de intercambio. En la cocina somos todos de todas partes, y aunque fuéramos italianos, cada cual trae su historia. Usamos producto de Italia, con su sabor reconocible, pero con otras técnicas que traemos de nuestros lugares o que hemos aprendido en nuestros viajes. Por ejemplo, en Italia el maíz lo convirtieron en polenta, mientras que en México lo hicimos tortilla. Tuve la fortuna de encontrar en Perugia un maíz italiano con el que podíamos hacer tortillas… Una tortilla italiana. Creo que esto define bien nuestro trabajo. También es fascinante ver cómo en Gucci trabajan la creatividad, el arte. Me impacta mucho cómo materializan las ideas, es un mundo que se lleva muy bien de la mano con la cocina. Resulta muy gratificante para alguien como yo, que en principio quería estudiar arte.
El año pasado te convertiste por este trabajo en la primera mujer mexicana en conseguir una estrella Michelin. ¿Qué ha supuesto este reconocimiento?
Yo no sabía que era la primera, me lo dijo mi mamá, pero no la creía, porque ya se sabe que el amor de madre es ciego… Después me lo confirmaron. Como mexicana, me produce una felicidad extra, aunque en realidad es un premio al esfuerzo de todo un equipo. Desde luego, lloramos y festejamos como locos, pero no quiero vivir bajo la presión de este premio, porque en otros lugares he visto lo que puede llegar a ocurrir por esta razón. Yo no quiero que un premio o aparecer en una lista afecte a los valores ni a la felicidad de mi equipo. No vale la pena. Todos sabemos que en algunas cocinas se hacen barbaridades, aunque en mi carrera yo he tenido mucha suerte. Obviamente, hay una tensión que forma parte del trabajo, una voluntad de estar alerta y de mejorar, pero hay extremos a los que no quiero llegar. Mil horas en la cocina pueden parecer dos mil si te están denigrando todo el tiempo. Pero si te respetan y te dan tu lugar, te parecerá media hora. Si ese círculo de trabajo no está bien, nada va a estar bien. Hay que crear equipo y es importante que los chicos aprendan por lo menos tres o cuatro cosas que sepan hacer bien para que cuando vayan a otros lugares tengan una buena base. Si yo no hubiese tenido esa base que me dieron en Sant Celoni, me habría resultado duro en otros lugares.
Las personas antes que los premios…
La parte humana es lo más importante. De todas maneras, debemos seguir trabajando igual o más, pero no por el premio, sino porque creemos en el proyecto. Después de tres años, la mitad del equipo que empezó conmigo sigue ahí, lo que es mucho. Hemos logrado evolucionar juntos y creer en lo que estamos haciendo, lo que no fue fácil al principio, cuando esto era un café y la gente venía a tomarse una tarta y un capuccino. Nos costó trabajo cambiar eso. Además, era Gucci by Massimo Bottura… y yo ni siquiera era italiana, y además era mujer.
En este sentido, ¿cómo crees que ha cambiado la percepción de la mujer en las cocinas profesionales desde que empezaste tu carrera?
No creo que sea importante pensar en razas o género. Somos individuos, somos diferentes y eso es lo que importa. El talento no tiene raza, género ni forma. Obviamente, ha cambiado, pero en lugares como México o Perú, por una cuestión cultural, hay más mujeres en la cocina, porque en las fondas son ellas las que cocinan. De todas maneras, creo que las cosas se demuestran trabajando y si la situación está cambiando es precisamente gracias a todas las mujeres talentosas que se han puesto a trabajar de verdad y han abierto una brecha, un camino para las demás. Creo que eso es lo más importante.
¿Qué has sacado en claro de todo este año de pandemia?
Dentro de esta situación terrible, la covid nos ha dado algo bueno, y es que la gente local, que los fines de semana normalmente se iban a la montaña o al mar a comer, se tuvieron que quedar en la ciudad, así que vinieron a probar y se dieron cuenta de que tenían una opción diferente y válida para comer bien sin salir de Florencia. Hicimos muchos clientes que regresaron. Esto ha sido muy importante para nosotros, porque de este modo recibes mucho feedback, lo que te anima a seguir trabajando. De todas maneras, ahora nos han vuelto a cerrar y es muy duro ver lugares que no van a abrir nunca más, gente que lo está pasando muy mal. Estamos todos desesperados. Por el bien mental de todos, espero que con las vacunas todo empiece a mejorar. Pero lo que también me ha quedado claro es la gran capacidad de adaptación y resiliencia de nuestra industria. Creo que nuestro sector tendrá un renacimiento increíble, porque hemos tenido tiempo de reflexionar y evaluar qué es lo que queremos en este tiempo que nunca habríamos imaginado que podríamos tener.